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  ¿El temperamento chileno explicaría por sí solo esta atmósfera?

  Las personas llamadas razonables, aquellas que creen en la solidez de este mundo, no plantean actos locos. ¡Pero en Chile la tierra temblaba cada seis días! El suelo mismo del país era, por decirlo así, convulsivo. Esto hacía que todo el mundo estuviera sujeto a un temblor, físico y existencial. No habitábamos un mundo macizo regido por un orden burgués supuestamente bien implantado, sino una realidad temblorosa. ¡Nada permanecía fijo, todo temblaba!…(Risas.) Todos vivían precariamente, tanto en el plano material como relacional. Nunca se sabía cómo terminaría una fiesta: la pareja casada a las seis de la tarde podía deshacerse a las seis de la mañana, los invitados podían tirar los muebles por la ventana…Naturalmente, la angustia habitaba en el corazón de toda esa locura. El país era pobre, las clases sociales muy diferenciadas…

  Han transcurrido ya varias décadas…Con la distancia del tiempo, ¿cómo ve hoy esos actos? Más allá de lo pintoresco, ¿qué le enseñaron?

  La audacia, el humor, una aptitud para cuestionar los postulados mediocres de la vida ordinaria y un amor por el acto gratuito. ¿Y cuál es la definición del acto poético? Debe ser bello, estético y prescindir de toda justificación. Puede también acarrear cierta violencia. El acto poético es una llamada a la realidad: hay que enfrentar a la propia muerte, a lo imprevisto, a nuestra sombra, a los gusanos que hormiguean dentro de nosotros. Esta vida que nosotros quisiéramos lógica es, en realidad, loca, chocante, maravillosa y cruel. Nuestro comportamiento, que pretendemos lógico y consciente, es, de hecho, irracional, loco, contradictorio. Si observáramos lúcidamente nuestra realidad, constataríamos que es poética, ilógica, exuberante. En aquellos tiempos yo era, sin duda, inmaduro, un joven descerebrado insolente; eso no quita que dicho período me enseñara igualmente a percibir la enloquecida creatividad de la existencia y a no identificarme con los límites dentro de los cuales la mayoría de la gente se encierra hasta que no aguanta más y revienta.

  La poesía no respeta un ordenamiento estereotipado del mundo…

  ¡No, la poesía es convulsiva, está ligada al temblor de la tierra! Ella denuncia las apariencias, atraviesa con su espada la mentira y las convenciones. Recuerdo que una vez fuimos a la facultad de Medicina y, con la complicidad de un amigo, robamos el brazo de un cadáver. Lo escondimos dentro de la manga de nuestro abrigo y jugamos a darle la mano a la gente, a tocarla con esta mano muerta. Nadie se atrevía a comentar que estaba fría, sin vida, porque nadie quería reconocer la cruda realidad de que ese miembro estaba muerto. Al hablarte, me doy cuenta de que en cierta manera estoy confesándome. Sé que todo esto puede parecer fantasioso. Para nosotros, se trataba ciertamente de un juego, ¡pero también de un acto profundamente dramático! El acto creaba otra realidad en el seno mismo de la realidad ordinaria. Nos permitía acceder a otro nivel, y sigo convencido de que con actos nuevos se abre la puerta de una nueva dimensión.

  ¿El acto concebido así no tiene un valor purificador y terapéutico?

  ¡Claro que sí! Si uno lo piensa, nuestra historia individual está constituida de palabras y de actos. La mayor parte del tiempo la gente se contenta con pequeños actos inocuos, hasta que un día «revienta» y, sin control alguno, se pone furiosa, lo rompe todo, profiere insultos, se abandona a la violencia, llega incluso al crimen…Si un criminal en potencia conociera el acto poético, sublimaría su gesto homicida poniendo en escena un acto equivalente.

  Pero eso podría llevar a ciertos extremos no exentos de peligro…

  Efectivamente. La sociedad ha puesto barreras para que el miedo y su expresión, la violencia, no surjan a cada instante. Por ello, cuando se realiza un acto diferente de las acciones ordinarias y codificadas, es importante hacerlo conscientemente, medir y aceptar de antemano las consecuencias. Realizar un acto es un proceso consciente que apunta a introducir voluntariamente una fisura en el orden de la muerte que perpetúa la sociedad, y no la manifestación compulsiva de una rebelión ciega. Conviene no identificarse con el acto poético, no dejarse llevar por las energías que éste libera. Breton, por ejemplo, cayó en la trampa cuando, llevado por su entusiasmo, declaró que el verdadero acto poético consistiría en salir a la calle armado de un revólver y disparar sobre la gente. Se arrepintió mucho, después. ¡Y eso que no hubo paso al acto! Pero esta declaración era en sí el signo de un arrebato. El acto poético permite expresar energías normalmente reprimidas o dormidas dentro de nosotros. El acto no consciente es una puerta abierta al vandalismo, a la violencia. Cuando las multitudes se enardecen, cuando las manifestaciones degeneran y la gente comienza a incendiar automóviles o a lanzar piedras, se trata también de una liberación de energías reprimidas. No por ello esas manifestaciones ameritan el calificativo de actos poéticos.

  ¿Eran conscientes de ello, usted y sus comparsas?

  Terminamos siéndolo, después de observar algunos actos peligrosos perpetrados por seres arrebatados…Mis amigos y yo nos sentimos sacudidos por esas experiencias y eso nos hizo interrogarnos seriamente. Un haiku japonés nos proporcionó una clave: el alumno le lleva al maestro su poema, en el cual dice:

  Una mariposa:

  le quito las alas

  ¡y se vuelve pimiento!

  La respuesta del maestro fue inmediata: «No, no; eso no es así, déjame corregir tu poema»:

  Un pimiento:

  le pongo unas alas

  ¡y se vuelve mariposa!

  La lección es clara: el acto poético debe siempre ser positivo, ir en el sentido de la construcción y no de la destrucción…

  Sin embargo, muchas veces es indispensable destruir para poder posteriormente construir…

  ¡Sí, pero cuidado con la destrucción como fin en sí! El acto es acción y no reacción vandálica.

  En ese caso, ¿cómo calificaría algunos de los «actos» que ha comentado?

  Muchos de ellos no eran, efectivamente, sino reacciones o, digamos, intentos más o menos torpes en dirección a un acto digno de ese nombre. Eso hizo que decidiese realizar un examen de conciencia. Comprendí claramente que, en vez de vaciar todos los cajones de mi padre, deberíamos haber llegado en procesión con un cargamento de calcetines y haberle llenado sus cajas para que su sueño se hiciera realidad. ¡En lugar de poner gusanos en la cama de mis padres, deberíamos haberla tapizado con monedas de chocolate envueltas en papel dorado. En vez de simular el velatorio de mi madre, podríamos haber representado una escena en la que ella se hubiera podido admirar en plena gloria, como la virgen durante la asunción. El choque causado por el acto debe ser positivo.

  Tras esta toma de conciencia, ¿se sintieron ustedes culpables, experimentaron algún arrepentimiento?

  No, y sigo diciendo que la culpabilidad es inútil. El error está permitido, siempre que se cometa una sola vez y dentro de una búsqueda sincera de conocimiento. Ésa es la condición humana: el hombre busca el conocimiento, ¿y qué es el hombre en busca de algo sino, por definición, un ser errático? El error es parte integrante del camino. Abandonamos esas experiencias negativas, pero sin arrepentimiento alguno. Nos habían abierto la puerta del verdadero acto poético. Para hacer una tortilla hay que romper los huevos.

  El acto teatral

  Hemos evocado la dimensión metafísica del acto, pero volvamos a su aspecto artístico. Si la poesía es ante todo acto, ¿qué lugar ocuparía la escritura? ¿Escribían usted y sus amigos, o bien se contentaban con realizar actos?

  Lihn siguió escribiendo y llegó a ser uno de los grandes poetas del país, tanto que hoy ya nadie se acuerda de sus actos. Los chilenos se sorprenderían de saber a qué juegos se entregaba en su juventud su poeta nacional. Por lo que a mí concierne, abandoné la poesía propiamente dicha para dedicarme al teatro.

  ¿Cómo tuvo lugar esa transición?

  El amor al acto me llevó a crear objetos. Entre otros, unos títeres de los que pronto me enamoré. Ante todo, veía en el títere una figura esencialmente me
tafísica. Me encantaba ver que un objeto que yo había fabricado con mis propias manos se me escapaba. Desde el momento en que metía la mano en el títere para animarlo, el personaje empezaba a vivir de una manera casi autónoma. Yo asistía al desarrollo de una personalidad desconocida, como si el muñeco se valiera de mi voz y de mis manos para tomar una identidad que ya le era propia. Me parecía realizar un oficio de servidor más que de creador.

  ¡Finalmente, tenía la impresión de estar siendo dirigido, manipulado por el muñeco! Esta relación tan profunda con los títeres hizo nacer en mí el deseo de convertirme en uno de ellos, es decir en actor de teatro.

  ¿De verdad cree que un actor se parece a un títere? Me parece discutible…

  En cualquier caso, ésa era mi idea del teatro y del oficio de cómico. No me gustaba el teatro psicológico, dedicado a imitar la «realidad». Para mí, ese teatro llamado realista era una expresión vulgar en la que, pretendiendo mostrar algo de lo real, se recreaba la dimensión más aparente y también la más vacua y tosca del mundo tal como es percibido normalmente. Lo que se llama en general «realidad» no es sino una parte, un aspecto de un orden mucho más amplio. Me parecía –y me parece aún– que el teatro autodenominado realista se desentiende de la dimensión inconsciente, onírica y mágica de la realidad. Porque, insisto, la realidad no es racional, por más que así lo queramos creer para tranquilizarnos. En general, los comportamientos humanos están motivados por fuerzas inconscientes, cualesquiera que puedan ser las explicaciones racionales que les atribuyamos luego. El propio mundo no es homogéneo, sino una amalgama de fuerzas misteriosas. No retener de la realidad más que la apariencia inmediata es traicionarla y sucumbir ante la ilusión, aunque se disfrace de «realismo». Detestando como detestaba el teatro realista, empecé a sentir repulsión hacia la noción de autor. No quería ver a unos cómicos repetir un texto escrito previamente, prefería asistir a un acto teatral que no tuviera nada que ver con la literatura. Me dije: «¿Por qué apoyarse en un texto llamado teatral, en una obra? Todo puede interpretarse y escenificarse. Yo podría poner en escena el periódico del día, montar un drama maravilloso a partir de la primera plana de un diario». Así empecé a trabajar y a experimentar una libertad creciente. Como no pretendía imitar la realidad, podía moverme a mi antojo, hacer los ademanes más extravagantes, aullar…Pronto, el escenario en sí se me apareció como una limitación. Quise sacar al teatro del teatro. Por ejemplo, imaginé una obra dentro de un autobús. El público esperaba en las paradas y subía al autobús que recorría la ciudad. De repente había que apearse y entrar en un bar, una maternidad, un matadero; en suma, entrar donde estuviera ocurriendo algo y reanudar la marcha…Las experiencias que realicé fueron después retomadas por otros. Cuando estaba anunciado que mi espectáculo se desarrollaría en un teatro, a veces me llevaba a los espectadores a los sótanos, a los aseos o a la azotea. Más adelante, se me ocurrió la idea de que el teatro podía prescindir de los espectadores y no debía comportar más que actores. Entonces organicé grandes fiestas en las que todo el mundo podía interpretar. Finalmente, me pareció que interpretar un personaje era inútil. El actor, pensé entonces, debe intentar interpretar su propio misterio, exteriorizar lo que lleva dentro. Uno no va al teatro para escapar de sí, sino para restablecer el contacto con el misterio que somos todos. El teatro me interesaba menos como distracción que como instrumento de autoconocimiento. Por ello, sustituí la «representación» clásica por lo que llamé «lo efímero pánico».

  ¿Qué es exactamente «lo efímero pánico»?

  Llegados a este punto, debería referirme a un texto que publiqué en 1973 en un libro concebido por Fernando Arrabal titulado Le Panique. En él formulé lo esencial de mi proceso y de mis concepciones teatrales: «Para llegar a la euforia pánica hay que, en primer lugar, liberarse del edificio teatro». Desde el punto de vista arquitectónico, sea cual sea la forma que tengan, los teatros están concebidos para actores y espectadores; obedecen a la ley primordial del juego, que consiste en delimitar un espacio, es decir, aislar la escena de la realidad, y por eso mismo imponen (principal factor antipánico) una concepción a priori de las relaciones del actor y del espacio. Antes que nada, el actor debe servir al arquitecto y después al autor. Los teatros imponen movimientos corporales, aunque, en general, sea el gesto humano el que determina la arquitectura. Al eliminar al espectador en la fiesta pánica, se elimina automáticamente la «butaca» y la «interpretación» ante una mirada inmóvil. El lugar donde acontece «lo efímero» es un espacio no delimitado, de tal manera que no se sabe dónde comienza la escena y dónde comienza la realidad. La «compañía pánica» escogerá el lugar que más le plazca: un terreno baldío, un bosque, una plaza pública, un quirófano, una piscina, una casa en ruinas o bien un teatro tradicional, pero empleando todo su volumen: manifestaciones eufóricas en el patio de butacas, en los camerinos o en los baños, desbordándose a lo largo de los pasillos, en el sótano, el tejado, etc. También puede hacerse un «efímero» bajo el mar, en un avión, en un tren rápido, un cementerio, una maternidad, un matadero, un asilo de ancianos, en una gruta prehistórica, en un bar de homosexuales, un convento o durante un velatorio. Puesto que lo «efímero» es una manifestación concreta, no se puede evocar en él problemas de espacio y de tiempo: el espacio tiene sus medidas reales y no puede simbolizar otro espacio: es lo que es en el instante mismo. Algo similar sucede con el tiempo: no se puede figurar la edad en él. El tiempo que pasa corresponde realmente a lo que duran las acciones realizadas en ese momento. En ese tiempo real y ese espacio objetivo se mueve el ex actor. El actor es un hombre que reparte su actividad entre una «persona» y un «personaje». Antes del pánico, podían contarse de una manera clara y precisa dos escuelas teatrales: en una, la persona-actor tenía que fundirse totalmente en el «personaje», mentirse a sí mismo y a los demás, con tal dominio que llegara a extraviar su «persona» para volverse otro, un personaje con límites más concisos, fabricado a golpe de definiciones. En la segunda escuela, se enseñaba a actuar de una manera ecléctica, de modo que el actor, a la vez que persona, era simultáneamente personaje. En ningún momento uno debía olvidar que estaba actuando, y la persona, durante la representación, podía criticar a su personaje.

  El ex actor, hombre pánico, no actúa en una representación y ha eliminado totalmente el personaje. En lo «efímero», este hombre pánico intenta alcanzar a la persona que está siendo.

  Que dentro de una obra de teatro se esté representando otra, les encanta a los dramaturgos. Sucede muchas veces que sobre una escena se monta otra escena en la que otros actores actúan ante los primeros actores.

  El pánico piensa que en la vida cotidiana todos los «augustos» caminan disfrazados interpretando un personaje y que la misión del teatro es hacer que el hombre deje de interpretar un personaje frente a otros personajes, que acabe eliminándolo para acercarse poco a poco a la persona.

  Es el camino inverso de las antiguas escuelas teatrales; en vez de ir de la persona al personaje –como creían hacer dichas escuelas–, el pánico intenta llegar desde el personaje que es (por la educación antipánica implantada por los «augustos») a la persona que lleva encerrada dentro de sí mismo. Este «otro» que despierta en la euforia pánica no es un fantoche hecho de definiciones y de mentiras, sino un ser con limitaciones menores. La euforia de lo «efímero» conduce a la totalidad, a la liberación de las fuerzas superiores, al estado de gracia.

  En resumen: el hombre pánico no se esconde detrás de sus personajes, sino que intenta encontrar su modo de expresión real. En vez de ser un exhibicionista mentiroso, es un poeta en estado de trance. (Entendemos por poeta no al escritor de sobremesa, sino al atleta creador.)

  ¿Cómo concretó usted este programa-manifiesto?

  Promoví en los espectadores-actores la práctica de un acto teatral radical que consistía en interpretar su propio drama, en explorar su propio enigma íntimo. Fue para mí el comienzo de un teatro sagrado y casi terapéutico. Luego me di cuenta de que si había logrado, en mi
actividad teatral, hacer estallar las formas, el espacio, la relación actor-espectador, aún no había atacado al tiempo. Aún estaba preso en la idea según la cual el espectáculo debe ser ensayado e interpretado en múltiples ocasiones. En la época en que los happenings comenzaban a surgir en los Estados Unidos, yo inventé, pues, en México, lo que denominé «lo efímero pánico». Consistía en montar un espectáculo que sólo podía verse una vez. Había que introducir en él cosas perecederas: humo, frutas, gelatina, animales vivos…Se trataba de realizar actos que no podrían ser repetidos jamás. En suma, yo quería que el teatro, en lugar de tender hacia lo fijo, hacia la muerte, volviera a su especificidad misma: lo instantáneo, lo fugitivo, el momento único para siempre. En esa medida, el teatro está hecho a imagen de la vida, en la cual, según la cita de Heráclito, uno no se baña jamás en el mismo río. Concebir así el teatro era llevarlo al extremo, ir al paroxismo de esta forma de arte. A través del happening redescubrí el acto teatral y su potencial terapéutico.

  ¿Cómo lo llevaba a cabo? ¿Cuáles eran los ingredientes de esos happenings?

  Bueno, yo elegía un lugar, podía ser cualquiera salvo un teatro: la escuela de Bellas Artes, un psiquiátrico, un sanatorio, una escuela para personas con síndrome de Down…Escogía lugares existentes y situaba en ellos la acción.

  ¿Le dejaban realmente instalar lo efímero pánico en semejantes lugares?

  ¡Sí, eso es lo maravilloso de México! La disciplina es inexistente, te permiten hacer ese tipo de cosas. Un día montamos un gran ballet en un cementerio: fue un acto fuerte, la danza de los vivos entre los muertos…Luego, una vez seleccionado el lugar, yo recurría a un grupo de personas deseosas de expresarse. En ningún caso me dirigía a actores, sino a personas dispuestas a realizar un acto público y gratuito. Ahí se reunían todas las condiciones para el advenimiento de lo efímero…